En este junio de calores insoportables nada se compara al placer de tomarse una espumante Bucanero Max –made in Cuba-. Las cervezas siempre han sido mi fuerte, lo reconozco, pero no podría ser diferente: nací en esta “isla donde a veces el año dura tantos meses…” y las temperaturas son tan altas que calmar la sed con una “laguer” bien fría es cosa normal.
A esas excusas se le podría sumar que a pocos kilómetros de mi casa se elaboran las mejores cervezas de Cuba, dígase Cristal, Bucanero o Mayabe, gracias a la calidad de las aguas de este territorio y de la experiencia acumulada durante años por nuestros maestros cerveceros.
Aun recuerdo la sensación que sentí la primera vez que probé una de estas bebidas –a inicios de los noventa en mi natal Banes-. Y aunque no encuentro en mi memoria la marca, creo que en la lata se veía una foto de Hatuey, un aborigen legendario que prefirió ir al infierno antes que encontrarse con los conquistadores españoles en el cielo.
Junto a las también cubanas Lagarto y Polar, fueron las cervezas locales las primeras que degusté –aun sin la edad necesaria para hacerlo-. Comenzaba así una década en que disfrutaría la Jever alemana, las mexicanas Tecate y Corona, la checa Budweiser, la americana Miller, Heineken de Holanda.
Sin saber cómo, crecí rodeado de personas tomadoras de cerveza y de cuanto liquido sobrepasara las 0.1 grados de alcohol. Conocí así otros sabores menos nobles para un clima como el nuestro: ginebra, whisky, vinos de varios tipos.
En la universidad nos hicimos adictos a la Bavaria 8.6, aunque seguíamos consumiendo más la santiaguera Hatuey, embotellada, con pocos grados y a buen precio. De visita en Madrid perdí el rumbo tras tomarme varias San Miguel –muy parecida a la Cristal-. La experiencia me sirvió también para probar Cruzcampo y Estrella Damm, catalana, pero de igual textura.
En este viaje etílico que ha sido mi vida, existen dos cervezas que, junto a las cubanas, algún día serán las culpables de la pérdida de mi hígado: Carlsberg y Tuborg. Ambas son danesas, y aunque la primera supera a la segunda en fama y producción internacional, no hay nada mejor que una Tuborg classic.
En ese país pude ver el proceso de producción de una de las marcas de la Carlsberg, y comprobé in situ el arte de este oficio que se transmite de generación en generación. Al final del recorrido por la cervecería bebí dos copas rebosantes de un oscuro líquido llamado Jacobsen, como el padre fundador de la bebida más famosa de Dinamarca.
La lista de cervezas que he tenido el placer de probar, podría ser aun más larga. A estas alturas sigo prefiriendo las de tipo “plisner” o claras, obtenidas de la cebada. Mi paladar nunca se ha acostumbrado a las más oscuras o las que se elaboran con trigo, como la alemana Franziskaner y la irlandesa Guinness.
En Barcelona, Sevilla, Praga, Copenhague, Viena, Budapest, Munich, Berlín… y en cada punto de la geografía de esta isla caribeña que habito, con etiquetas diferentes, sabores parecidos, suaves o fuertes, en latas, botellas, toneles, y hasta directamente de fábricas artesanales, ha estado presente la cerveza, formando parte inseparable de mi vida.
Por eso hoy, que el verano arremete contra la Ciudad cubana de los Parques, Holguín, me escapo de mis oficinas, y en cualquier bar o kiosco de esquina pido una Bucanero Max, bien fría, y mientras sale la inevitable espuma, pienso: ¡esto si es vida, mi hermano!
Nota: Todas las fotografías fueron tomadas en el Centro de Visitantes Carlsberg y Cervecería Jacobsen, Copenhague, Dinamarca, agosto de 2005.
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