En el valle de Mayabe, un lugar de Holguín, hay un burro al que se llama y se llamará Pancho. A este burro no se le llenaba el saco y andaba por ahí, mendingando, echándose a la suerte, viendo qué se pegaba. Un día, agarró por la izquierda, y fue a parar al Ranchón de Mayabe.
Allí había gente. Gente y música. Gente y comida. Comida y desperdicios. El burro no tenía problemas con comer desperdicios, ni con nada; ya no le traían yeguas, y con abundante ocio, solo quería llenar la panza, para qué más.
Así que allí se le podía ver, atento y aislado, esperando porque se aburrieran de los chicharrones, el pan fresco o del congrí. Cosas sólidas. Ahora pasa por alto, pero iba por masticar, lo de la “lager”, no fue idea suya, fue suerte, azar, un accidente. No importa quién ideó la gracia. Mientras pasaban un buen rato a costa de él, tomó aquel líquido amargo, agradable y característico, sin saber que los burros no solían tomar cerveza, ni que abría la saga de los Panchos.
Evidentemente no le gustó ese nombre, demasiado obvio, pero daba igual, vino otra, y otra cerveza y chicharrones, comida, como si le tocaran por cuota, y así ganó confianza, e hizo suyo el entorno y algunos papelazos, rebuznos, caídas loma abajo, o sea, ya saben, y otras cosas que no se dicen.
Luego llegaron los ochenta. Ah, los ochenta, una gran tubería los trajo desde algún lugar. Fue una hermosa década, la cerveza, el congrí, los chicharrones. Una década que se fue como agua, o como cervezas (un día, entre aplausos y gritos, bajó 46 de un palo), dejando tras sí una larga resaca, porque sí, porque nada es eterno, y menos para el que se la ha pasó así, esperando una nube.
De “nota” en “nota”, nada se mantenía inmóvil, dentro y fuera la vida discurría (se desbocaba más bien) hacia un desenlace de úlceras, cervical, perestroika, indigestión e inapetencias.
El 20 de noviembre de 1992, meses después de caer el muro de Berlín, la guerra fría y un setenta por ciento del comercio exterior con Cuba, murió Pancho. Pero, digamos, hay que hacer honor: lo hizo a tiempo, como los Beatles. El justo para que se levantara una leyenda, y el pedestal que nunca sospechó ni siquiera por modestia. Una de esas cuentas de tantas por días, arrojó que tomó 61 mil 756 cervezas a lo largo de su ciega carrera hacia la gloria.
En los noventa más duros siguieron sus descendientes Pancho II y Pancho III, imposible saber si hijo y nieto, o nieto y bisnieto, respectivamente. A esta altura eso no importa tanto y más sabiendo que los vástagos se parecen más a su tiempo que sus padres.
En efecto, Pancho II, hijo de las circunstancias, estuvo expuesto de pronto a nuevos hitos, Bavaria, Heineken, Tecate y otras. Otras más o menos buenas, según esto, según aquello. Todo es relativo. Todo se muerde la cola. Y viendo lo que pasaba, o lo que no pasaba, prendió velas, se encomendó y recaló en cierta predisposición, en la que se puede ser ateo y al mismo tiempo mantener un altar en un rincón de la casa.
Pancho III, el actual, es el más entendido, aplaude o no aplaude, es decir, es de esos tipos a los que te acercas al salir de un teatro y le preguntas ¿te gustó?, ¿qué piensas?, ¿estuvo bien?, ¿estuvo mal? Nació con eso. Como el dice, “la gente de esta provincia del universo me necesita”.
Y aunque es buen tomador, de hecho, con 43 cervezas casi iguala el record de Pancho I, su fuerte es opinar, discernir y discrepar.
Son tres temperamentos, tres Panchos, que en algún momento fueron patrimonio de camioneros y choferes de autobuses que iban a allí, a Mayabe, a pasar un rato, y que hoy contribuyen, como un solo individuo, al mito, tanto de la cerveza Mayabe, como a la identidad del holguinero, artesano de la mejor cerveza cubana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario